Omar
Ortiz*
Una de las preguntas
que plantea este poemario de Omar Garzón tiene que ver con si es cierto o no
que Dios pueda derramar lágrimas como cualquier mortal. Si la divinidad llora,
¿lo hace por nosotros?, ¿por ella misma?, o simplemente como decía la abuela
del poeta es un llanto que pretende consolar nuestras humanas congojas, nuestro
vacío frente a la inexorable muerte. Son interrogantes que tan solo se pueden
responder desde la poesía, porque contraría a la fría, veraz, objetiva
estadística que nos cuantifica la barbarie, que nos numera de cuantas maneras
podemos darle salida a la bestia que nos habita. La poesía, nos documenta la
forma como entramos en la muerte, nos ilustra el mapa de nuestras calles sembrado de manos y de tripas. Basta leer Testimonio
no documentado sobre Chengue.
Por eso es importante
la voz de los poetas, porque son ellos los testigos lúcidos de la sombras, de
esa sombra esquiva ya que ni siquiera tu
sombra te acompaña porque la dejaste atada a otra sombra que pasó desprevenida
por el parque. Pero también son los privilegiados de la luz, de un efímero
destello que se imprime en las huellas de un vaso vacío. Ese objeto que
acompañó a Darío Betancourt Echeverry, natural de Restrepo, Valle, antes de ser
desaparecido por los asesinos. Sí, la ausencia también puede acompañar desde un
cortejo de luciérnagas.
Tal vez los poemas de
Garzón no sean los de un poeta que pretenda contar con un público que busque en
la poesía la tan maltrecha belleza o la perfección formal de los versos. Porque
sus poemas están hechos desde una contenida furia que no puede hacer
concesiones de porcelana frente a una realidad que violenta día tras día nuestra
percepción hasta llevarnos a pensar que
volar por un segundo o colgarte de las nubes por un instante son las únicas
formas de abrirte paso entre la niebla. Pero sin duda es una voz con un
contenido altamente poético que se aferra a la poesía para sobrevivir, como
leemos en Lo que me salva es la noche lenta donde nace el verso, Aquí estoy de nuevo, aferrado a este árbol
que nace entre raíces de cal; a este que detenta en cada hoja la pupila de mis
ojos; a este que da nacimiento a mi canto entre vientos de la noche. Aquí
estoy, con el rostro en las rodillas, pensando en otra ruta, buscando otra
salida. (…) Alguien que da vida a un árbol, que acaricia cada uno de sus frutos
y encuentra refugio al abrigo de su sombra, no puede colgarse de sus ramas.
Tenemos a mano un libro
de poemas, no de versos, menos de canciones, un libro, que como el fuego puede alimentarnos
o consumirnos. Los que se atrevan por sus páginas no serán nunca favorecidos de
los dioses.
*El texto anterior fue
escrito por Omar Ortiz a manera de presentación del libro Flores para un ocaso
el cual se publicará en octubre próximo.
*Omar Ortiz Forero
(1950) es editor, gestor cultural, poeta y profesor. Abogado de la Universidad
Santo Tomás.
Cuadro Calígula del antropólogo y
artista plástico colombiano Alonso Jiménez.
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